domingo, 11 de noviembre de 2007

Al borde del abismo

De pronto, ante mí, apareció una selva de miedo. Un jardín de temores salvajes. Rostros asustados, lejanos pero definidos, irradiaban miradas angustiadas y ansiosas. Una niña no pudo reprimir el llanto. Una corriente de aire gélido me iba devolviendo, poco a poco, el calor de mi conciencia. Tenía a mis pies una cosecha de pánico envasada en cientos de cuerpos humanos. Supe quien era yo, al fin, y me prometí no dejar de saberlo nunca.

La multitud murmuraba y miraba hacia arriba. Me hizo gracia imaginarme las tortícolis que se estaban fraguando en aquella avenida. Debían de ser ya miles los que estaban allí reunidos. No lograba escuchar que decían, pero hubiera apostado que hablaban en una lengua extraña. Comenzó a intrigarme que hacían, por que estaban allí, tan asustados, mirandome.

Supe donde estaba, por fin. No recordaba cómo había llegado hasta aquí. Ni cuando había comenzado aquel extraño show. Vi sirenas de bomberos, una ambulancia y coches de policía. También una unidad móvil de televisión. Desde mi posición toda la ciudad parecía una maqueta de micromachines. Alguien entró en la azotea. Gire la cabeza y la ví. Si la primera impresión es lo que cuenta, yo pensé: está buena.

Dijo muchas palabras pero ella sabía que no estaba escuchando. Encendí un cigarro. Ella aparentaba mantener la calma. Pero yo sabía que el único en unas manzanas a la redonda que realmente estaba tranquilo era yo. Yo la miraba impasible. Su tono de voz era cálido y amable, pero yo seguía sin retener las palabras. No me interesaban.

Se iba acercando a mí. Poco a poco. Ella pensaba que no me daba cuenta, pero me di cuenta y le sonreí. Le ofrecí un cigarro. Se que le rompí todos sus absurdos esquemas de protocolos psicológicos. Pero me lo aceptó. No conseguía encendérselo, así que le ofrecí mi ayuda. Me levanté y me agache para hacer cueva con la pared. Los murmullos allá abajo se transformaron en un tenso silencio. Le dije si se quería sentar a mi lado. Hablé, y al hablar volví a saber lo que significaban las palabras.

- Es peligroso - Ahora su voz no era cálida. Realmente estaba nerviosa.
-Sí, la verdad es que el tabaco es una mierda.

Me preguntó si es que no conocía el miedo, si no era consciente de los riesgos que corría sentado allí. Yo le mentí y le dije que sí. Respiró. Se llevó el cigarro a la boca e inhaló profundamente. Después me preguntó cosas de mi vida que ni yo recordaba.

- ¿No quieres a nadie? ¿No tienes nadie que te importe y al que sepas que esto le puede destrozar la vida?

Ahora le temblaban las manos e incluso se le quebró un poco la voz. Ella sabía que según su estúpido protocolo la acababa de cagar al soltar aquella frase. Sin embargo, su intuición le respaldaba. Pero seguía sin sentarse a mi lado. Pensé que en realidad no existe preparación suficiente para su trabajo. Tiene que ser duro compartir los últimos momentos de un suicida.

No se cuanto tiempo transcurrió, pero nadando en el silencio pensé en su pregunta. Por un momento se me pasó por la cabeza el desmontar la farsa y explicarle que yo no tenía ninguna intención de suicidarme. Que no sabía cómo había llegado hasta allí, pero que jamás me arrojaría desde una cornisa al asfalto. Es que tiene que doler una barbaridad. No lo hice.

Pensé en su pregunta. Pensé en lo estúpido de aquel espectáculo. Pero lo necesario que era que tuviera un final feliz. Busqué, desde mi altura, a aquella niña que había sentido llorar. Ella realmente creía que yo estaba ante un abismo. Esperaban un desenlace. Sentían la incertidumbre. La posibilidad de ser testigos de una catástrofe. Todo era como muy cinematográfico, pero claro, para mí estaba cantado que el final iba a ser feliz. Volví a mirar a aquella muchacha que compartía conmigo azotea. Pensé en lo duro de su trabajo. La miré y la admiré. Me fijé por fin en sus ojos, azules como el mar.

- Haces muy bien tu trabajo,... ¿a que hora sales de currar? - se lo dije con mi mejor sonrisa
- ¿Cómo..? - ...pero se le escapó una risa nerviosa.
- Si.. esto... es una mala forma de conocerse está. Pero he pensado que te mereces que te invite a una cerveza, por lo bien que haces tu trabajo. - Y salté a la terraza. Bajo en la calle se tuvo que escuchar una sonora ovación. Seguro que las manos que estaban unidas se hicieron apretones cómplices. Seguro que se abrazaron bomberos y curiosos. Arriba solo llegaron los ecos. Me sentí como el actor que termina su función en el teatro. Incluso pensé en volver a subir a la cornisa y saludar doblando el espinazo. Pero lo hice al otro lado del telón, entre bastidores, ella seguía allí. Ahora una gran sonrisa adornaba su tierno rostro.
- ¿Y bien? -arqueó una ceja, como pidiendo una explicación por aquel gesto dramático.
- Esto... se me ha olvidado decirte que la condición para no tirarme era que me dejaras cenar también contigo...

Entonces vino y me abrazó. Se que fué consciente de que todo aquello había sido un curioso malentendido. Pero supo que lo que ella había sentido, esa incertidumbre, era real. Esa emotividad, ese torbellino emocional, esa explosión de adrenalina, habían existido. Y supo también que mis elogios eran sinceros. Que la había visto trabajar. Y que le había admirado de verdad.

Meses después éramos buenos amigos. Y un día me preguntó por fin por todo esto. Ella pensaba que yo lo fingí por alguna estúpida razón. Mi hipotésis es que necesitaba ver mucho miedo junto. Y de manera inconsciente lo llamé. Pero la pura verdad es que no lo recuerdo. Mi mala memoria siempre me trae buena suerte.

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